domingo, 2 de agosto de 2009

Tempestades



Tempestades

En la cordillera es frecuente que estalle una tempestad. Torbellinos de oscuras trombas de nubes ponen su brochazo de óleo oscuro en el lienzo del cielo. Aquellas, cargadas de electricidad se multiplican, se dispersan o se juntan y refunden o truenan como cíclopes y gigantes fantásticos. Otras veces toman las formas de endriagos, de gnomos o monstruos. Arrecia el huracán y chocan las nubes y revientan dando a estallar truenos retumbantes, relámpagos de oro y rayos de brillo diamantino. Cerca o lejos de la tempestad una feria de meteoros añaden su luminaria ofreciendo el espectáculo grandioso de un instante de palingenesia. Y mientras el retumbar de los elementos estremece la tierra un olor a pólvora se esparce en el ambiente. La lluvia que no falta en estas ocasiones se desata en torrentes desbordantes. Pronto llega la calma y por doquier la sinfonía de color del arco Iris, pone su nota de fiesta en el paisaje, mientras que los arroyos y ríos esparcen una canción litúrgica como una melodía celestial, poco después el cielo cobra tonalidades translúcidas de turquesas.. Luego se pierde en la altura entre los arreboles dorados, dejando pinceladas geniales para la pintura e ingentes tesoros para la poesía y la música.
En la composición de estas escenas entra el oro en abundancia, o se funde y corre a raudales o se incendia y flota en llamaradas, se evapora y difumina al horizonte, arrobando los sentidos y la fantasía. Y mientras el oro metálico puede en la ornamentación artística lograr efectos maravillosos, el oro solar tiene la pompa de lo trascendente; el uno abre el mundo de la belleza gótica y renacentista y el otro el del estilo barroco en toda su amplitud optica-impresionista. En el primer caso el oro enriquece la decoración, en el otro cumple el rito representativo del esplendor solar.

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