DIAS DE SETIEMBRE
“ Antologado por el Instituto de Cultura
Peruano, Miami”
Cuento de Julio Olivera Oré
Si, hoy es 11 de Setiembre y estamos en Bar Harbor, al NE del Estado de Maine, como si estuviéramos en el Cuzco (Perú) en la cima del Machu Picchu, frente a la Inti- Huatana (donde se amarra al Sol). Estamos frente a un paraje donde el Sol asoma primero en toda América; es una cumbre circundada de bosques y lagos sobre una esquina que hace el mar, una cala en el Parque Nacional de Acadia. Aquí amanece más temprano que en otros hemisferios.
Hoy se recuerda la hecatombe de las Torres Gemelas en el Word Trade Center de New York, donde se inmolaron más de tres mil inocentes de todas las sangres. Semejante acto vandálico enlutó al mundo entero y sirvió para repudiar toda acción terrorista.
Se recuerdan otras festividades en este mes, mes de la Hispanidad, la fiesta del 14 en las sierras andinas, día de la Exaltación de la Cruz, en Corongo; festividad del Señor de las Animas en Conchucos y se viene la primavera y las novenas de la Virgen de las Mercedes. Por eso Septiembre es para recordar.
La conformación de la ruta presta un magnífico escenario al Sol. El Sol, luz, calor y alma de la pintura es otra maravilla del paisaje. Da el cromatismo del color; si tenue, una sinfonía luminosa o un has de celajes albos; si intenso, una sonata de colores o un torrente de luz; si avasallador, una fuga de matices o una orgía de tonos.
Aquí en Bar Harbor, nace prístino y fúlgido sobre el mar plateado, bordeado de veleros y cruceros. Dardos de oro rasgan las muselinas del alba y descorren un cielo de corindón azul flordelisado de ópalo; ondas de luz ensanchan la alborada y las nubes como tenues alas de querubines se difuminan en el horizonte. Orfebre: decora auroras, ilumina lampos, tachona de brillantes caudas y aureolas, engasta diamantes en las corolas de las flores, hace arabescos y lentejuelas en las liquidas esmeraldas del mar, troquela efigies de ángeles para nimbar las auroras. Burbujea en las cascadas como un río de topacios, hace fosforecer el rocío e irradiar las luz mágica de los prismas, engarza en un lampo de melodía de los astros y en una centella su escala cromática. Taladra las moles pétreas y lo precipita por la pendiente levantando un torbellino de polvo cuajado de miríficas irisaciones. A medio día el Sol es magnifico, esplendoroso, flamea en la cimera de la floresta o en la cabellera de las ninfas, ondula en el mar terso o en las líneas curvas de las bayaderas, calcina áloes, sándalos y resinas olorosas, aspira zumos sutiles y da a esparcir el perfume de las flores; cascabelea en los apriscos, hace volar las mariposas de los prados y despierta a las gaviotas de las playas. Nada le opaca. El combo azul se ensancha y se hace especular. A estas horas el cielo tiene una limpidez de diamante y se infiltra exquisito en el corazón y en la mente. Bajo el ardor solar se enmarcan los helechos, vibran y se contorsionan los bosques en un espasmo paradisíaco. Desciende pomposo, opulento y mórbido, desbordante y cegador, exhalando hálitos de lujurian tropical.
Luego viene el prodigio de la tarde. Surge la sombra como otro motivo plástico y poético. Mantos de violeta anaranjado avanzan y se proyectan en un escenario azul opalescente. El vencimiento y la pena dan su tono de melancolía. Una lánguida y perlada sonrisa de evocación da a los seres y a las cosas un tinte de marfil. La remembranza desciende a las almas como una caricia y una luz de amatista pálido cónstela las pupilas y da a reflejar su tono de violeta sobre un campo de crisopacios transflorados. Hogar de musas, ambiente idílico para acunar ensueños y arrullar anhelos. Es la hora de los esfuminos y del madrigal. La forma y el sonido diluyen su ritmo y cubren el escenario de una tersidad de otoño, irreal e impalpable. El bajo relieve y el semitono tiene en ellos su fuente de inspiración.
El crepúsculo como una blonda y exangüe irradiación solar se posa en las cosas como una exhalación y caricia. En medio de un decreciente tono de azucena y amapola avanza la penumbra y una atmósfera de rosa y muaré le hace ensoñadora. En los torsos de rosa de las rocas y en las faldas de las colinas los últimos rayos de luz dejan en profusión brochazos de oro viejo y sepia. La tarde se torna trémula, pudorosa y angelical. En la vaga claridad del crepúsculo se ofrenda como un poema en verso o una melodía de dulcísimo ternura. El efluvio de la naturaleza se expande como un perfume enervador. Es la hora del arrullo y de la égloga; las gaviotas y las almas se dan a navegar en la ilusión y la fantasía.
Llega el ocaso: melodía y elocuencia sideral. En el confín marino el sol que se pone hace bullir el oro en igniciones voraces. Es un coágulo de rubí. La cumbre pétrea refleja la maravilla áurea y todo el paisaje se ilumina de nimio y grana. Es la hora del arco iris: bajo la fosforescente policromía de sus arcadas entra el sol en su ocaso. En el confín marino un dosel de rojo ocre se eleva en un alarde de decoración y suntuosidad; flamíneos cobertores, rojos gobelinos, volutas y encajes de cederías evanescentes revuelven su ansiedad nupcial y se embriagan en la magia boreal. Yemas sonrosadas y salpicadas de rojo evolucionan como vellones de oro o nubes de fuego. Ánforas incandescentes escancian sus tintes de bermellón y azafrán y genios mitológicos decoran el cielo de visiones y fantasías edénicas y la ebriedad y el delirio de la fiesta multicolor exaspera los sentidos y da un lirismo pictórico al ambiente.
Sobreviene la noche, un ritmo de salmodias lejanas preludian los contornos del misterio. Primero una vibrátil y diáfana opacidad dibuja su melifluo tono, luego tintes oscuros cargados de lobreguez anuncian estampas de misterio y enigma. La tormenta en esta zona y la luz fugitiva del relámpago en las tinieblas añaden una nota de inaudito pavor. Sin embargo el morador de la península espera con ansiedad la noche; el ambiente solitario le fascina, la aventura y el romance lo atraen. La canción de gesta brota cada vez más inédita de estas confidencias inefables entre las almas y la noche desde el mirador del Wonder View. Profunda e insondable en la cala, inmensa y cárdena en las estribaciones de la roca pétrea, diáfana y espiritual en el confín del cielo. En las fauces de las cuevas marinas y en los vericuetos de las quebradas la noche se abandona y se puebla y llena de fantasmas. La tradición deslumbra la imaginación con el relato de aparecidos piratas y danzas de duendes. Y la noche se hace tenebrosa y se puebla y llena de fantasía y misterio. El mito y la leyenda cobran aquí un relieve insospechado.
La luna tiene un lugar preferente en la pintura y en la poesía. Por entre mantos constelados de brillantes un halo de polvo de oro se proyecta en el firmamento. Nace la luna y el paisaje se estremece de emoción y ansiedad. La luz lunar pone su nota argentada a la cala de Bar Harbor y su irradiación nacarina y ambarada, su lánguido fulgor, su dulzura enfermiza y candorosa, su estupor atónito, su ingenua palidez dan a las cosas una coloración melancólica. En la cumbre luce la luna su espléndida donosura: es la virgen que emerge del piélago azul envuelta en gasas de topacios. Se aposenta en el mar, flota y navega en los ríos, se escurre por el ramaje despertando a las ninfas y las náyades de la orilla. Una insólita melodía, da al espectro lunar livideces de tristezas y aflicción. La melodía vacía su angustia y dolor, vencida por la pena, traspasada por la luna.
En la cala la luna se muestra opulenta, pone sobre la fronda de los bosques placas de mica y cuando el viento mece el ramaje se filtra a tierra como una lluvia de laca. En las calles y avenidas despliega su lánguida toca de vestal. A su amparo el juglar colmado de inspiraciones desata su congoja o engalana sus sueños con la melodía de los violines y la música de las garzas.
II
De Corongo se baja por el camino de “la Culebrilla” a Pakatqui, su inclinación es muy fuerte, sube en zig-zag horadando el cerro a una altura de más de tres mil metros de roca pura. Se contorsiona como reptiles magros. En la superficie de las rocas hay manchas de caracoles que los viajeros observan con curiosidad. El camino es perfecto, hace insensible la cuesta y alegre la bajada. A distancia espeluzna, de cerca es acogedor. En cambio “La Cuchilla” es al revés, parece benévolo. Por sobre un bastión triangular de tierra que arrancando de Colcabamba se alarga hasta el río Cuyuchín, serpea y centella el camino en el filo de las aristas. En la base de ambos lados las quebradas y los remolinos de los ríos ofrecen su vértigo. Por Piñito, Carhuacondor y Pariacón hay bustillos recamados con el oro de sus frutales y la esmeralda de su follaje dando a los huertos y jardines un aroma de paraíso.
El paisaje es una estampa rítmica y cromática; la soledad es una abstracción, un escenario de paz y una atmósfera de ensueño; despliega el uno sus encantos y el otro le corona de cauda. El paisaje revela la forma y la soledad lo idealiza. El paisaje aquí es la eclosión de la belleza en el universo, la soledad es una aureola de espiritualidad y hechizo.
El paisaje se hace más grandioso en la soledad; más sutil y más elocuente. Las almas angustiadas por el misterio lo sienten más cerca.
Una de las formas de penetrar en las entrañas de Pakatqui es la contemplación: amor arrobador y conciencia de comprensión. La soledad le presta su escenario, lo hace más sensible al ser y más asequible a la naturaleza. La mas ` tenue melodía o el lampo de luz imperceptible se siente agrandado. Es algo así como si se lograra ver las ondulaciones sonoras de la música o escuchar la crepitación de un halo o el alborozo de un capullo de flor cuando se abre al beso de la luz. La reacción que suscitan es una tierna y profunda emoción poética.
La soledad aquí, no es una mera abstracción o una palabra vana y sonora de reflejo verbal. La soledad tiene una función y contenido vital, tiene una perspectiva y un horizonte; ocupa un lugar en el espacio y en el espíritu. Se proyecta y refleja, sugiere ilusiones y añoranzas. La soledad es como la melodía del silencio o el eco del escenario; es una posición espiritual de hondo contenido. Hay en ella la fuerza de una angustia que nos lleva en vaporosas abstracciones y, que nos hace flotar, que acaba por desaparecernos en el alma del cosmos y luego de arrullarnos en sus voces melódicas nos expande y difunde en el infinito.
Cuando nos sentimos absorbidos por la calma de las cosas o la fascinación del ensueño o cuando la mirada del alma desaparece tras la fuga de un esfumino o el vuelo de un celaje estamos tocados por la soledad. Transportados y absortos; solos y aislados, saturados de idealidad y en medio de un éxtasis sideral ya no podemos navegar sino en el infinito como arrullados por la música que orquestara el perfume de las pencas.
La soledad aquí es una posición vital del espíritu en su comunión con el paisaje; es una esfera de paz y de quietud. En estas regiones de idealidad el alma se despoja de concupiscencias, se recoge, sueña y escruta; la fantasía se ensancha, la visión abarca horizontes infinitos y la intuición logra frutos sorprendentes.
El seno de la soledad es fecunda: nacen de ellas las ideas inmortales y las formas puras de la belleza. El contenido de la soledad es edificante: lo pueblan el alma insensible y la naturaleza impoluta. La soledad es una evocación y emoción: esto es una aspiración del espíritu y una sensación de efluvios poéticos que explica la unción de los anacoretas y el fervor de los místicos.
III
!Auchicha!…despierta !carajo! son las cuatro de la madrugada, lleva a los animales a pastar; soñaba con la voz del abuelo Ezequiel, patrón del fundo, amo y señor de toda la comarca, que nunca dormía.
!Puta madre Atacho! Decía, dile a la chola Juliana que saque la leche de las vacas y traiga a los becerros, los chicos esperan su amamantada y su jugo de naranja. El desayuno en la hacienda era una ceremonia de inicio a la disciplina. Salchicas fritas con papas, ensalada de palta o jugo de tuna y nunca faltaba el caldo de cabeza, el shambar o el shácue, una que otra vez.
Los peones se disponían a la labor diaria en los campos, unos leñadores, otros trabajaban en labranza y los niños cuidaban de las vacas, de los cerdos y de los chivos, que hacían una ganadería prodigiosa y pujante de la zona.
La ñata Maria era la cocinera de turno, tenía la cara hueca y feroz, por falta de la nariz, carcomida por la “uta”; hacia la merienda para los patrones y trabajadores desde muchos años atrás y cargaba una gran alegría juvenil en las rancherías.
Atacho, era el encargado del “trapiche” y el Tápaco de la hacienda, engreído del abuelo y experto cazador con la hondilla y la “guaraca”. Aquí se cuajaba la caña en los alambiques, para hacer la miel, el aguardiente o la chancaca. Una “yunta” de bueyes, daban fuerza a la centrífuga para moler la caña. Era una faena que a ritmo de “roncadoras” se acostumbraba en las moliendas o en las trillas de trigo, en las cosechas de papas y en las parvas de habas y frijoles. La animosidad de la gente contrastaba con el calor del temple y la música nativa
Todas las frutas eran silvestres, las naranjas agrias, las paltas, las chirimoyas y los mangos, las guayabas, los porocchos y las granadas y granadillas, adornaban los huertos y los caminos. Al otro lado del río, por Huayllamas, una chácaras pedregosas sembradas de alfalfares daban de comer al ganado, y en las alturas de las punas el ganado mayor saboreaba los pastos del “ichu”. Al pie de la Casa Grande, el mirador a los “Baños Termales” siempre estaba lleno de palomas y aves de corral por las parvas de trigo, cercados con “cactus” que daban a brotar la “cochinilla’ y las “tunas”, de color granate amarillento. Los “choloques”, eran el jabón natural y su cáscara dejaba una espuma antiséptica.
Habitualmente en septiembre pasábamos las fiestas del 14 en Corongo o solíamos irnos al “fundo” con frecuencia. Salía de cacería con la “Winchester” familiar y con los caballos “Culebrita “ o “El Tito”, que marcaban el paso en el lugar; muy enjaezados y llenos de brío, montura de galápago, estribos amplios y jatos de plata labrada que eran lo mejor de las caballerizas.
Salía con Atacho de guía quien me entretenía con sus habituales historias de cuatreros y abigeos. Solo una vez cada año lo podía ver. De carácter agrio, déspota, frío y calculador, olfateaba todo fenómeno natural, pero era un hombre poderoso, por ser Tápaco de la hacienda y cuidaba de mi.
Se comentaba que Atacho vivía a su manera y no permitía intromisiones más que las del abuelo Ezequiel. Era el cholo moreno, alto, tenía los ojos muy pardos, bastante claros que brillaban de una manera extraña; era duro y fornido.
!Nunca te metas con él! me decía mamita Etelvina, nunca lo vas a doblegar y por supuesto que por nosotros te hará caso. El vive a su aire ; pero éramos amigos a pesar de saber que su orgullo se derrumbaba por sentirse cohibido y lleno de dolor sabiendo que yo era el hijo del patrón. Supongo que se sentía enojado igual que todos los colonos del lugar.
Cabalgábamos por la cañada tras el rastro de un venado herido y solía decirme de Juliana su novia, la que se encargaba en el fundo de los menesteres caseros con la abuela. Supe que se gustaban muchísimo. Necesitaba formar una familia me decía. Ella era mujer de hogar. Sabiendo que significaba mucho en la vida de Atacho, por eso quería salir de dudas uno de aquellos días de septiembre.
Bajamos de los caballos, lo atamos fuerte en las argollas de la terraza de la casa y entramos pisando fuerte con la presa en las manos. Era una venadita tierna.
Juliana era demasiado Hermosa y moderna, muy joven y la vida le podía ofrecer más que una vida rural sosa y aburrida. Era una muchacha encantadora, gentil, morena, de ojos negros, caderas sueltas, senos próvidos, con muchos años de relaciones, lo tenían todo organizado y creo que era suficiente para formar una familia.
Te lo digo de verdad niño me decía Atacho; no se si piensas como yo. Soy trabajador, pienso casarme, tener hijos y adorar a mi mujer. Juliana y yo en estos años nos hemos entendido perfectamente. Estoy muy ilusionado, quiero formar mi vida.
Juliana era mas ` atractiva que bella, pero su atractivo tenía un angel especial. Toda la comunidad decía que era la chola más sexy del valle, una mujer que gustaba a sus dieciocho años.
IV
Los campesinos que bajaban de las otras haciendas para la fiesta del pueblo raptaron por la noche a Juliana y a la Zarca Rosa, para saciar seguramente su borrachera y sus sucios apetitos sexuales. Atacho enterado del hecho buscaba con los caporales desesperado por todas partes y encontró una “lliclla” de Juliana y siguieron por el camino su rastro a los cobardes raptores. Allá en el “Rompimiento” de la fiesta pueblerina seguramente hayan de verlas.
Te das cuenta niño? Con el piso puesto, la fecha de la boda y de repente la Juliana desaparece. Atacho estaba desesperado y no era para menos, todo estaba dispuesto para casarse y había por medio muchos años de relaciones serias. Nadie comprendía porque había ocurrido el rapto sin dar señales de vida de ninguna de las chicas. Juliana era su verdadera ilusión, su futuro, su presente. Tenían acordado la boda estos días de septiembre. Hacían el amor desde hace mucho tiempo y decidieron casarse y de tener una familia.
Atacho preguntaba aquí y allá; iba por los corrales con los perros, por los caseríos y los pongos, buscando el rastro de su novia pero nadie le daba rezones, salvo que había mucha gente extraña que sube al pueblo a la “Fiesta del 14”.
La Iglesia desenvuelve sin duda una actividad social pintoresca. Las festividades religiosas con su séquito multicolor de procesiones y comparsas enriquecen el paisaje. Hay una ansiedad en la espera y un fervor inquietante en la proximidad de las fiestas patronales de estos días de septiembre. Es un revuelo religioso y social. La juventud vuelca su vehemencia y los corazones mitigan su angustia. Así mismo traen como secuela, robos, atracos y borracheras. Pero la fé religiosa se acrecienta y los espíritus se ungen de una piedad mística. La pompa de una liturgia fastuosa se hace más grandiosa y solemne, le añade colorido y celebridad.
Para tan augusta ocasión sale a relucir toda la riqueza del culto, su ceremonial y coreografía de gala, su rito de fiesta, su estilo florido. Las imágenes ostentan sus más ricos y enjoyados vestidos, los sacerdotes sus ornamentos de oro y hasta la feligresía se acicala con sus mejores prendas. Es una justa de suntuosidad y lujo.. como transporta y deslumbran los mantos de azafrán, los brocados de oro y las dalmáticas guarnecidas de crisoberilos, de carbúnculos y topacios, de espinelas y amatistas, de gemas y de cornalinas. Los velatorios tremolan sus brillantes y púrpuras y los cubre cáliz resplandecen su albura a través de los festones de oro. En el Templo de San Pedro de Corongo, la profusión de cirios excita la fantasía; por todas partes la flores ofrendan su perfume y los tules y velos que penden de los ábsides se pierden en la nube del incienso. Las voces del coro languidecen en esta atmósfera, se conturban y arrebatan, rebotan en las bóvedas, penetran en las almas y las hacen soñar y elevarse en la melodía. En el desclave del Señor de la Semana Santa, los fieles tocados por la escena del Calvario, se arrebatan en el llanto, estallan en sincero dolor. Y las masas flageladas por el terror sollozan inconsolables.
Tras la policroma ostentación del Templo viene el esplendor de las procesiones. El arreglo del anda es también cuestión de mística religiosa y de estilo especial. En las calles adyacentes “las matracas” crepitan y las apuestas jalonan los ánimos. Hay columnas de cera con mechones que se arrebatan y en los altares cerillas multicolores, repujadas y labradas con esmero. Pero lo que más sobresale son los castillos de cera, verdaderos monumentos de arte que los devotos portan en sus hombres, mientras comparsas de festejos cabriolean una danza autóctona con las “champaras”.Es la danza de los “Shacshas”.
Tal el lenguaje y la liturgia en las festividades religiosas de estos días de septiembre. A través de ellas brota una emanación de belleza o de fluido magnético que hace tan querido y ansiado el culto católico.
En esta fiesta “El Rompimiento”, de fama legendaria, es donde las bandas populares en una de las noches de la festividad ofrecen su melodía enervante. Las devotas con un velón en la mano bailan su ensueño; parejas de disfrazados irrumpen al centro y se dan a la embriaguez de la danza. Mujeres u hombres que garbean solos, apenas entreven una persona de su gusto, de un jalón lo ponen a su lado y trenzados en el ritmo y la intriga se entregan al torbellino del baile. Quizá por eso se raptaron a la Zarca y la Juliana. Borbotea el trago y el jerez o el anís del mono; uno que otro grito se apaga en el barullo o gime como un compás de la fiesta. Y miles de almas repletas en las calles ganadas por la melodía cumplen el rito. El claro de la aurora al amanecer ahuyenta a las parejas. En las aceras algún vencido aduerme su vértigo, mientras las devotas con el cabo del velón siguen delirando ritmos nostálgicos
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Parejas de enamorados y enjambre de jóvenes que se han dado la palabra o has sido raptados para venir a las fiestas se juntan en las esquinas al son de la música de los “chirocos” y asumen aires de pulcritud y las parejas forman ruedos y acicalan sus ritmos. Después hay un periodo de fuga y de ansiedad emotiva. La gente vuelve a sus parcelas o sus villas y aquí nunca paso nada. Algún osado galán que ha merodeado tras los grupos en pos de alguna belleza esquiva, de un manotón lo arranca de su pareja y carga con ella. El rapto tan sigiloso y audaz lo ha advertido el infortunado varón, como Atacho, que ha sufrido la pérdida de su amada. Y la música sensual y voluptuosa prosigue impertérrita urgiendo a la av